domingo, 27 de octubre de 2013

LA MALETA

Sigue pensativa, como despedazando ideas, removiendo el mundo con su mirada. Parece agotada, sin embargo conserva ese gesto que le mantiene atenta, dispuesta a reaccionar en cualquier momento. La pequeña luz del asiento que le precede ilumina su rostro sin hacer justicia a sus delicados rasgos, exagera los ángulos de su cara dibujando un grotesco gesto en su semblante. De vez en cuando deja sus ojos clavados en el cristal sin llegar a advertir las diminutas luces que se ven en el horizonte. A la mente solo le vienen imágenes sueltas que trata de descifrar como si de jeroglíficos se tratasen. Aun se siente desconcertada por la velocidad con la que los acontecimientos se han ido produciendo. Una nota de su hermano, un billete de autobús dirección Oslo, una maleta hecha y un sobre con dinero suficiente para vivir durante una semana, es todo con lo que se ha encontrado esta tarde, al despertar, abatida, en la habitación de un hotel que no recuerda haber pisado antes.
Son las diez de la noche y el autobús hace su segunda parada desde Copenhague. Pero Andrea no baja, sigue absorta en sus puzles mentales. Exhausta, se mueve intentando acomodarse, y aunque con dificultad, consigue echar una cabezada antes de llegar a su destino.
Deben ser cerca de las seis de la mañana cuando el autobús llega a la estación. La ciudad se intuye, bajo las farolas, fría y húmeda.
Tras desperezarse disimuladamente, se viste el abrigo y baja para recoger su maleta, que pesa más que nunca.
La nota de su hermano le indica la dirección de una pensión a la que, supone, debe acudir. Se dirige hacia la salida en busca de un taxi, que le acerca al centro de Oslo, y paga con sesenta y dos de las coronas que contiene el sobre doblado de su bolsillo.
El blanco edificio, que alberga el hostal, consta de planta baja y primer piso, como la mayoría de las edificaciones de la misma calle. Se instala en una de las habitaciones y, sentada en el sillón que hay junto a la ventana, contempla, desde su escasa altura, los árboles que rodean las casas de la estrecha avenida por la que pasa, cada poco tiempo, el tranvía.
Nerviosa, enciende el móvil, tal vez su hermano haya intentado ponerse en contacto con ella. Mientras espera, inspecciona la habitación en busca de cualquier cosa que le haga entender por qué está allí, pero desiste al no encontrar nada y no tarda en caer rendida en la cama, demasiado blanda, sin retirar siquiera las sábanas.
El sol debe estar en lo más alto, cuando despierta destemplada y con los músculos entumecidos. Con los ojos entreabiertos entra en el baño y deja que el agua caliente surta efecto en su cuerpo. Sigue sin conseguir unir las piezas del rompecabezas. Recuerda un cartel luminoso parpadeante, sus zapatos recorriendo una calzada de adoquines, un retrete sin tapa, y el rostro de un hombre. ¿Quién es ese hombre?
Se envuelve con la áspera toalla y, descalza, se acerca a la maleta, que empapa con las gotas que de su oscuro cabello resbalan. -Espera, ¿cuál es la combinación? ¡Mierda!-  Prueba a intercalar diferentes números, pero no consigue abrirla. -Tengo que llamar a mi hermano, ¿Cómo puedo haber olvidado la combinación?-
En su móvil sigue si haber rastro de llamada alguna. Pulsa el botón de últimas llamadas y presiona sobre el único número reflejado, el de su hermano. Espera hasta que deja de dar tono. -¿Dónde narices estará?-
Sin ropa limpia que ponerse y mayor incertidumbre por momentos, vuelve a vestirse los mismos vaqueros y camisa, se calza las botas y coge el abrigo. El rumor, cada vez más intenso, de sus tripas, le conduce hacia la planta baja mientras olisquea el agradable aroma de algún guiso.
Tras un plato de albóndigas con puré de guisantes y una copa de aquavit en el acogedor comedor, decide inspeccionar la zona.
Sin rumbo fijo, recorre las coloridas aunque frías calles, mientras observa el concurrir de las gentes de gesto animado, algo que le llena de energía haciendo que sus ojos resplandezcan. El sonido de las bicicletas y las jóvenes voces que le envuelven hacen que se sienta en casa. -Tal vez me permita una copa esta noche.-
Cuando la tarde se torna oscura, Andrea toma asiento en una de las terrazas más frecuentadas y, al seguir sin noticias de su hermano, pide media pinta de cerveza tostada, dispuesta a abstraerse de su confuso día.
Sigue destemplada. Siente como el frío le cala los huesos y no tarda en registrar el interior de su abrigo en busca de un pañuelo. Al meter la mano en el bolsillo de la parte interna, detecta el suave tacto del papel y lo extrae deprisa para evitar que la nariz le gotee. Mientras usa su pañuelo aliviada, se  fija en la bolsa transparente que ha caído en su regazo al tiempo que sacaba su pañuelo. No es más grande que un paquete de tabaco y tiene uno de esos cierres herméticos. Juguetea con ella unos minutos y, aunque no contiene nada, la vuelve a meter en su bolsillo interior.
Después de un par de cervezas más, la noche se hace patente y, sin hambre, sigue al gentío de jóvenes estudiantes que distingue en la acera de enfrente, esperando encontrar cualquier lugar donde tomar algo más fuerte.
Es su segunda copa, y el local está abarrotado de gente. Sentada en un taburete forrado en piel, observa la actitud de los diferentes grupos que beben divertidos. El pub está en penumbra y el olor a madera y alcohol invaden sus pulmones. Ligeramente apoyada en la barra, nota como alguien roza su espalda, y poco después se ve sumergida en una banal conversación con un hombre de juguetona mirada. Beben, ríen, beben, se rozan y beben.
En un par de horas, ambos pasean por la calle tomada por la bruma. A pesar de la gélida noche, los dos andan con los abrigos abiertos y los rostros encendidos, y el primer callejón que cruzan les absorbe hacia su oscuro interior. Inician un torpe juego de manos frías, que altera sus respiraciones y enardece aún más sus cuerpos. Andrea siente unos ásperos labios tocando los suyos, y casi al mismo tiempo, el calor de una lengua, de rancio sabor a licor, explora ineptamente el interior de su boca. Ese contacto, esa babosa combustión ajena, provocan en Andrea, una arcada de odio y repulsión que le lleva a la enajenación.
Empuja con fuerza el cuerpo tambaleante que tiene ante ella, haciéndolo chocar contra la pared de enfrente. Su rodilla impacta con fuerza en la entrepierna de su desafortunado pretendiente, haciéndole caer por el dolor y el aturdimiento. Con la ira supurándole del estómago y los dientes chirriantes, fija sus ojos en el rostro del aturdido hombre y agarra su cabello con fuerza levantándole la cabeza. Vuelve a hundir sus labios en su boca aunque esta vez con hambrienta actitud.
La sangre brota de la boca de aquel individuo inconsciente, cuando Andrea introduce su lengua en la pequeña bolsa transparente que contiene su abrigo. Y casi de inmediato, se sirve del usado pañuelo, que guarda en en mismo bolsillo, para secar sus labios y mejillas ensangrentadas.
Cuando en su reloj marcan las cuatro y veintiséis de la noche, Andrea cruza la puerta de su habitación, y con la misma facilidad con la que acaba de morder una lengua, desgarra los laterales de la maleta.
Una muda limpia, un cepillo de dientes, y una gran bolsa de plástico negro. ¿Qué es esto? Desata la bolsa y descubre la gran cantidad de lenguas envasadas al vacío que contiene. -¡Mierda! ¿Cuantas veces he hecho esto?- Guarda su nuevo trofeo en la misma bolsa y, presa del pánico, se mete en el baño y deja que el agua se lleve consigo las lágrimas y la impotencia que súbitamente brotan de su cuerpo.
Consumida, guarda la ropa sucia en la maleta y se acurruca en la cama. -Tengo que hablar con mi hermano.- Vuelve a llamarle, pero sigue sin contestar, y no pasan ni diez minutos cuando, entre sollozos, el sueño le embebe.
Una nota de su hermano, un billete de autobús dirección Estocolmo, una maleta hecha y un sobre con dinero suficiente para vivir durante una semana, es todo con lo que se encuentra al despertar en la tarde del día siguiente. Aturdida y fatigada, coge su maleta, que pesa más que nunca y se dirige a la estación de autobuses, donde compra un emparedado que ingiere, a desgana, en un asiento de plástico azul.
Su mirada se pierde con el ir y venir de los aparatosos autobuses, intentando encajar las escasas imágenes que conserva del día anterior. Una jarra de cerveza, gente en bicicleta, un lóbrego callejón y el rostro de un hombre. -¿Quién es ese hombre?- Mete la maleta en el amplio departamento, junto a las de los demás pasajeros, y sube al autobús.

viernes, 8 de febrero de 2013

EPHEMEROPTERA



Sigo arañando alimento de la gran roca que se impone ante mí consciente de que posiblemente sea la última vez que lo haga. Me llevo a la boca cada uno de los puñados que consigo extraer, como con ansia y temor a no volver a degustar tal escurridizo manjar. Ya no necesito hacer acopio de sustento, no es menester reservar, pues en unos minutos dejaré de poder ingerir. Y es que sé qué es lo que se avecina, sé en qué me estoy convirtiendo, ya lo he visto antes.
No recuerdo como vine al mundo, pero sí como llegué hasta aquí. Confuso en ocasiones, avizor en otras, dejándome llevar por las corrientes, arrastrándome por los malolientes fangos o alzando el vuelo con pardas alas, alas que ya de color carecen y ver se puede a través de ellas.
Ahora, tras 7.628 horas y a media metamorfosis, subimago camino de imago, dejando atrás, hace apenas 48 horas, mi estado de ninfa, me afano en reflexionar intentando encontrar cual es mi cometido.
Consumidos por la edad i la inamovible ley de vida, vi fenecer a mi progenitora poco después de mi nacimiento, y no legué a conocer a mi antecesor masculino. Por lo que sé, murió de forma natural, al igual que todos los que consiguen llegar a la edad adulta, de hecho esto se ha convertido en un punzante mantra que martillea mi cerebro impidiéndome pensar en otra cosa. Entro en pánico al intuir la proximidad de un fin semejante. Hermanos y amigos sucumbieron a contaminaciones, fauces de terribles bestias que acechan constantemente a lo largo de este inmenso río, o entre el temible e infinito cielo, e incluso al desprendimiento de rocas como en la que ahora me hallo, tratando de exprimir más minutos e incluso segundos, esperando sentir como mi estómago se obstruye y mi cuerpo obedece al tiempo, alcanzando su estadio final. Sin embargo, una minúscula parte de mí se siente dichosa al no haber sido intoxicado, abducido o engullido. Pero ¿soy yo, en realidad, merecedor de semejante longevidad? No me he enfrentado a graves peligros, me he dejado vivir sin grandes esfuerzos, y no he sabido valorar tal hecho hasta ahora, momento en el que medito y me siento angustiado.
No se me recordará por grandes hazañas, no he tenido oportunidad de ayudar a mis compañeros, y en el caso de haberla tenido no sé si hubiese sido capaz de hacerlo. Siempre he avanzado a través de una ficticia galería protectora creyendo que a través de ella nada podría afectarme, viendo correr el agua a mis costados cual resistente broquel. Y del mismo modo parece que este escudo ha tenido un efecto inverso, impidiendo un mayor acercamiento a mis camaradas. Tal vez sea por eso por lo que tampoco conservo el recuerdo de ninguna gran amistad. Por consiguiente sé que menos aún me echará en falta nadie.
Sé cuál será mi responsabilidad inmediata. Revolotearé próximo a los enjambres que desde hace tantas horas veo, repletos de hembras a la espera de ser cortejadas. De forma automática me aparearé, como he visto hacer a cientos de predecesores, sin preocuparme ya siquiera en si lo haré con la fémina adecuada, y engendraré diminutos huevos de los que brotarán mis descendientes, sucesores que no llegaré a conocer siquiera, herederos de este arroyo que tantas vidas se cobra y tantas existencias protege. Y he aquí otra de mis angustias, no presenciar los inicios de mis pequeños vástagos.
Por el mismo motivo por el que ahora me arrepiento de no haber salido de mi segura caverna, me preocupo ahora por mi próxima y forzosa ignorancia hacia lo que mis descendientes llegarán a ser. No podré confesarles tales disyuntivas y cavilaciones. Tal vez ellos lleguen a ser similares a lo que yo he sido y se vean envueltos por las  mismas desagradables sensaciones que ahora yo siento. Sin embargo todos estos planteamientos ya de poco sirven, puesto que noto como mi estómago deja de admitir la ingesta, confirmando así el fin de la evolución a mi estadio final.
Ya anocheciendo, agotado me dejo llevar por la leve brisa que acuna el verde de mi alrededor tratando de hacer lo mismo con mis pensamientos, permitir que se los lleve la corriente y dejar mi mente vacía de juicios que demasiado tarde han llegado a mí y para nada ya me son útiles.
Una juguetona luz me deslumbra y curioso me espabilo intentando averiguar de qué se trata.  Vuelo enérgico, con ansia, sintiendo que he escapado de mi caparazón y por fin soy libre. Poco a poco me voy quedando hipnotizado revoloteando de forma aturdida, alelado, inmerso en esa luz que se recrea en los arbustos, en el agua y en las rocas. Casi sin consciencia me aproximo gradualmente como si un hechizo me envolviese. Me siento bien por primera vez en mucho tiempo, tranquilo, pensando que ahora ya nada importa. Tal vez sea diferente a los demás, tal vez consiga obtener tiempo y no fenecer en breves horas. Y por un instante lo creo.
La luz se hace cada vez más grande y susurrantes voces hablan entre ellas, pero no logro entender qué dicen. De pronto me veo envuelto en un extraño engaño, una malla me azota y me domina, no puedo mover las alas y siento como mi cuerpo da bandazos.
Con la luz ya en su máximo esplendor encarada hacia mí, algo me empuja hacia el interior de un recipiente transparente, y antes de poder darme cuenta estoy sumergido en un límpido líquido que no me deja absorber oxígeno. Es entonces cuando me doy cuenta de mi paradójico final.
Agitando las alas e intentando abrirme camino entre el asfixiante líquido, oigo las voces ahora más altas aunque amortiguadas por las paredes de mi cristalino sarcófago. Parecen satisfechas, han encontrado lo que buscaban. Han atrapado una ephemeroptera o como comúnmente nos llaman, una efímera. Hablan sobre mí y eso hace que mi sufrimiento se vuelva agridulce. Tal vez, a pesar de que mi vida no haya tenido gran valor, mi muerte tenga mayor significado. Mi cuerpo se conservará en mi estado actual por largo tiempo y contrariamente a mi naturaleza  seré una efímera eterna.